El ojo vago

Dale fuego a un hombre y estará caliente un día, pero préndele fuego y estará caliente el resto de su vida. Terry Pratchett

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Lugar: Villava, Navarra, Spain

31.10.08

En tierra cervecera II: Let it Be

Me desperté pronto, ya que la habitación no tenía persianas y entraba bastante luz. Estuve un rato tratando de averiguar qué hora era con el campanario ese de la noche anterior, pero me quedé igual. Eso sí, me fijé en que en las dos camas vacías había dos bultos. Uno de ellos, una china (o japonesa, no me fijé si llevaba cámara de fotos), se levantó bastante temprano y se largó. El otro era un montón de pelo rubio tumbado bocabajo que no se movió hasta que empezamos a despertarnos y meter ruido, por lo que no le quedó más remedio que levantarse también. Y era una alemana (bastante guapa, por cierto).
Tras desayunar, nos pusimos en marcha: pasando por el jardín botánico, nos paseamos por la orilla del Moldava y lo cruzamos en busca de una colina con una torre Eiffel en miniatura. Quienes subimos andando la colina sacamos el frío rápidamente. En la cima, había un laberinto de espejos al que entramos. Resultó un poco fraude, porque no era ni laberinto ni nada: sólo un pasillo con paredes y techo de espejos. No había forma de perderse por allí. Eso sí, los espejos deformantes que había al final estaban bien: no está de más saber qué pinta tendríamos con unos cuantos kilos/centímetros/ojos más (o menos). La pequeña torre Eiffel la construyeron para estar a la misma altura (contando la colina de debajo) que la de París, lo que significa que desde la punta puedes asomarte y, una vez que superas el hecho de que se esté moviendo, ver toda Praga desde el aire.
Tras bajar los escalones y la colina, estábamos otra vez junto al Moldava. En un mapa que mangué en el hostal aparecía algo llamado la pared de John Lennon que no estaba muy lejos, así que me empeñé en buscarlo. No lo encontré y nos fuimos a comer antes de que alguien me diera una patada. Con la tripa llena y los ánimos calmados, accedieron a dejarme un último intento de encontrar la pared. Con la promesa, eso sí, de que si era una mierda me darían una paliza. Esta vez hubo suerte y la pared apareció: era un muro con un busto de John Lennon en el que la gente hace pintadas que nadie borra. Había allí perlas de sabiduría, chistes, mensajes de paz y amor y luego lo que escribían los españoles y los italianos ("aquí estuvo Pepe", "pisa mierda"...). Yo también dejé mi mensajito, claro. Iba a poner una foto mía pintando, pero todavía estoy esperando a que me pasen el resto de imágenes, así que pongo la de una tía que no conozco.

De allí subimos hasta el castillo de Praga: vimos el cambio de guardia (siempre he pensado que ser uno de esos guardias tiene que ser el peor curro del mundo, aguantando impasible a miles de imbéciles que se sacan fotos, muertos de risa, junto a ti. A mí me expulsarían el primer día por dar un culatazo a alguien) y nos paseamos por los patios. Dejamos para otro día la visita al interior, ya que cerraban en poco tiempo, y nos fuimos a tomar una Guinness a un bar irlandés, que ya llevábamos un buen rato sin probar zumo de cebada.

Cruzamos el Moldava por el famoso puente de Carlos (hasta en pelis porno sale), lleno de estatuas y puestos de venta ambulante. Había allí un tipo que interpretaba a Dvorak con copas de agua que sonaban espectacularmente: no quiero ni pensar la de horas que habrá tenido que meter hasta lograr eso. Volvimos a pasar por el reloj y a intentar descifar el significado de sus esferas. Sin éxito, claro. ¿Quién va a pensar que da la hora babilónica?
Esa noche cenamos en el U Fleku, un bar que elabora su propia cerveza. Sin preguntar nada, nos pusieron allí unas jarras de su cerveza, que es realmente buena. Los camareros son, probablemente, los más bordes del mundo, pero vale la pena ir por probar la cerveza. También tenían un queso a la cerveza que a mí me encantó (aunque hay que decir que en esto hubo división de opiniones). Además, había un par de tíos tocando la acordeón y el trombón. Curiosamente, en la mesa que teníamos detrás había un grupo de murcianos y pronto todo el comedor supo que éramos españoles (sobre todo cuando los músicos tocaron Clavelitos). Eso sí, si alguna vez vais no se os ocurra beber unos chupitos que llevan a la mesa: aparte de inflar bastante la cuenta, son malísimos.
Tras la cena, las chicas se fueron a dormir y los chicos nos quedamos un rato de juerga. Estuvimos hablando con un alemán que prometió cortar el pelo del Capitán Cavernícola la próxima vez que lo vea. CC aceptó el reto, convencido de que no lo verá nunca. Lo que no sabe es que me cogí su número de teléfono para llamarle cuando viajemos a Alemania, jejeje. También entramos a un garito en el que, según la guía, se reunían todos los jevis y moteros de Chequia. Resultó ser un antro apestoso en el que ponían ese rap de gangsters negros. Tenía un futbolín, eso sí. Nos fuimos cuando un tipo cogió el micro y comenzó a cantar. Esa noche averiguamos que en el hostal cambiaban el código de las habitaciones todos los días: por suerte, las chicas habían hablado con la alemana de la habitación y nos habían enviado la nueva clave.
Nos fuimos a dormir sin que nos cundiera mucho la noche, pero pensando que la día siguiente salíamos para Munich y allí nos desquitaríamos.

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9.10.08

En tierra cervecera I: el golem

Bueno, ya he vuelto vivo de la Oktoberfest, así que lo justo es que ahora os vaya soltando un rollo de todo el viaje. En realidad volví el sábado pasado, pero tenía que poner en orden mis notas, mis pensamientos y mi percepción de la realidad (aquí el sistema social no se basa en la cerveza), así que hasta hoy no he podido empezar. Ahí va el primer día:

Tras pasar la noche en el aeropuerto de Barcelona, subimos al avión que nos llevaría a Praga. Lo primero que deseaba contemplar eran los Alpes, ya que teníamos que sobrevolarlos, pero o bien la cantidad de algodonosas nubes que había me taparon la vista o me despisté leyendo mi libro y no me enteré. Por lo demás, llegamos a la ciudad de Kafka sin más contratiempo que algún arañazo de un niño que andaba correteando por el pasillo. Sin mostrar identificación alguna, nos adentramos en la capital de la República Checa, en busca de nuestro hostal.
Las calles de Praga parecen sacadas de una vieja película de espías en plena guerra fría. Por unos instantes, creí ver a un tipo con sombrero observándonos, pero fue una falsa alarma: pronto siguió leyendo su periódico mientras caminaba detrás de nosotros. La puerta del hostal daba mala espina: parecía a punto de salirse de sus goznes, gemía y era bastante baja. Sin embargo, la recepcionista que nos recibió no sólo no era baja ni gemía sino que era muy guapa y simpática. Nos instaló en una habitación a los 6 (después de que nos cargáramos el código de la cerradura a base de introducirlo mal un número de veces no inferior a 14. El número 8231 era, pero no le dábamos a la estrella después) y nos dio las típicas instrucciones: no arméis jaleo, no os metáis en la cama de otros, no corráis desnudos por el jardín, el desayuno se sirve a las 8... Lo típico.

Como, entre pitos y flautas, ya era media tarde, nos fuimos a comer a una pizzería cercana. Allí descubrimos varias cosas:
- Aunque vayas a comer, lo primero que te preguntan es cuántas cervezas quieres beber. La medida mínima es la jarra de medio litro de Staropramen o Pilsner Urquel y viene a costar como una caña asquerosa en un bar español.
- La gente de Praga es simpática y la mayoría hablan inglés, lo cual es muy de agradecer por que el checo es bastante raro, todo lleno de consonantes. Fijaos que para decir sí dicen "no". Eso me hizo más simpático a los ojos de mis compañeros, ya que siempre contesto que no cuando me piden algo.
- Una de nuestras compañeras de viaje confesó que no le gusta la cerveza, por lo que allí mismo comenzó su calvario particular. Seguro que los alemanes tienen un nombre para una persona que va a la fiesta de la cerveza y no le gusta el dorado elemento: oktoberfestenkokakolatrinker o algo así. Para abreviar, la llamaré OKT. Durante todo el viaje tuvo que aguantar mis burlas al respecto, claro. Aunque eso debieron habérselo avisado antes de salir de Pamplona.
Una vez saciada nuestra hambre y nuestra sed, nos fuimos en busca de la estación de trenes, a coger los billetes para Munich. Ya sabéis que las estaciones de tren suelen estar en la parte más sórdida de la ciudad. Pues la de Praga está junto al museo nacional y la Ópera (ese día estaban representando Tosca), cosa que no la convierte en una excepción: para llegar hay que atravesar unos sórdidos pasos subterráneos y la estación tiene pinta de estar permanentemente en obras. Allí cogimos los billetes mientras un gitano borracho trataba de colarse musitando alguna excusa en checo. Tuvo la desgracia de colarse en la ventanilla en la que nosotros estábamos y le tocó esperar más tiempo que si hubiera esperado su turno en cualquier otra, pero se salió con la suya.
Ya con los billetes, nos metimos en la zona turística, en busca de un reloj a cuyo constructor quemaron los ojos para que no pudiera hacer nada parecido. O eso decía la guía. A pesar de tener tres mapas distintos, pronto estuvimos dando vueltas en círculo (alrededor de la bonita torre de la pólvora). Preguntamos a una amable checa que nos acompañó hasta la plaza en cuestión -aunque no se dirigía allí-. El reloj era bonito, aunque enigmático: no marcaba la hora sino el signo del zodiaco, las estaciones del año y alguna otra cosa que no alcancé a comprender. A mi vuelta he leído que indica la posición y el movimiento de los cuerpos celestes con relación a Praga, además de la hora babilónica (sea lo que sea eso). Otras esferas normales dan la hora, pero no llaman tanto la atención. Desde luego, es el lugar más visitado de Praga: siempre hay gente sacando fotos a las esferas o esperando a que llegue la hora de que el mecanismo se ponga en marcha y la muerte toque la campana mientras los apóstoles se asoman por las ventanas.
Con tanta vuelta, se hizo la hora de cenar y nos fuimos a un sitio en el que, según una guía, la cena se acompañaba de folklore checo. No encontramos ningún folklore, pero si unas raciones enormes: dos jarras de cerveza necesité para terminar algo llamado "felicidad ahumada". Ya con el estómago (muy) lleno, volvimos paseando hasta el hostal. Lo mejor de Praga es que, aunque hay metro, tranvías y autobuses, se puede recorrer paseando. Se debe, diría yo, pues cualquier calle es un hervidero de gente y en cada esquina puedes encontrar un rincón encantador, un acogedor bar en el que tomar otra cerveza o un golem. Lástima que hacía bastante frío.

En el hostal, nos fuimos rápidamente a la cama. Yo, que no tengo reloj, oía un campanario de vez en cuando, pero también debía de marcar la hora babilónica, porque lo mismo le daba tocar tres campanadas que quince. Y además tenía dos tonos distintos, por lo que me dormí sin saber a qué hora (quizá eran las 13,4 en Babilonia).

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