En tierra cervecera III: una noche en la ópera
Nos subimos al tren y nos sentamos donde nos pareció mejor. Los billetes de tren son abiertos y puedes usarlos el día y la hora que quieras, lo que significa que lo mismo puedes ir en un vagón vacío que en uno lleno hasta los topes: a nosotros nos tocó la segunda opción. Empezó a subir gente que tenía los asientos redesalojaron a servados, lo que nos hizo temer por nuestro sitio. De hecho, bastantes de los que estaban a nuestro alrededor tuvieron que moverse. Sin embargo, tuvimos suerte y pudimos hacer las siete horas de viaje tranquilamente sentados. O casi: como era viernes, aquello estaba a reventar. Gente que se iba de fin de semana, interraíl, gente que volvía a su ciudad tras trabajar toda la semana... Por un momento, aquello pareció el camarote de los Hermanos Marx: había dos americanas sentadas en el pasillo, junto a mí, con mochilas y todo; el revisor ya había revisado todo y en ese momento se sentó -también en el pasillo- a hablar con una señora que le preguntó algo; más adelante un viejillo estaba en pie sosteniendo entre sus piernas una maleta más grande que su señora (que también estaba sentada en el pasillo). "Oh, my God!!", exclamó la americana que estaba a mi derecha. Me volví a ver qué ocurría y vi que otro viajero trataba de abrirse paso entre la marabunta, ayudado por su perro. No era uno de esos perros patada, no. Era un perro de tamaño normal, que se escurría por entre maletas y cuerpos, tirando de la correa y dando algún susto. El revisor no le dio importancia: es más, le hizo gracia y se echó a reir. Los americanos (había unos cuantos) miraban con asombro, otros con mala leche, algunos con miedo; la mayoría nos lo tomamos a risa. Un tipo con pelo rizado sacó una bocina de su bolsillo y la tocó, moc, moc. Si hubiera pasado un camarero con el carrito de las bebidas habría sido completo. Lástima que no lo grabé en video.
Entre una cosa y otra, llegamos a Munich y nos fuimos en busca del hostal. Resultó ser una casa con las habitaciones llenas de literas y con camastros por cualquier rincón disponible para meter más gente. Un poco lo mismo que se hace en Pamplona a los guiris que vienen a Sanfermines (no en vano, el tío que nos recibió dijo que tenía algo parecido en Donosti, así que...). Escogimos una cama cada uno y nos fuimos de allí cuanto antes.
Cenamos en un sitio con camareras vestidas de tirolesas. Lo peor era que estábamos en la terraza y hacía bastante frío, pero la cerveza y las salchichas ayudaron. Al encargar las cervezas OKT pidió una cocacola, como siempre, pero la camarera le dijo que allí no servían eso.
-Bueno, pues una cerveza pequeña.
-¿Medio litro?
-No, no, más pequeña.
-No tenemos nada más pequeño -reveló la guapa camarera, casi burlándose. Qué maja. Tendría que haber más sitios así.
Tras la cena, nos paseamos por Munich, ciudad que también merece la pena visitar aunque no sea en octubre. Vimos el ayuntamiento (también tenía un reloj con muñecos, pero no llegamos a verlo en funcionamiento), la ópera y la cervecería más grande del mundo (Hofbräuhaus: no os la perdáis), llena de gente cantando, tiroleses, gente tocando campanillas, enormes jarras de cerveza y muy buen ambiente. Entramos también a un Hard Rock Café, a ver un raído traje de Elvis y a comprobar que la medida mínima también era medio litro. No quisimos tentar a la suerte y nos reservamos para el día siguiente.
Al llegar al hostal, un enorme alemán había ocupado la cama de Rainman -llamado así por su velocidad resolviendo sudokus, cercana a la de la erosión-. Tratamos de despertarlo para que desalojara pero el tío ni se enteró, cosa previsible dado que estaba en la cama con los vaqueros y las botas puestas: el tío llegó tan jodido que se durmió allí donde cayó. Rainman se tuvo que buscar una cama en otra habitación, lo que le libró de escuchar los ronquidos del alemán. A mí no me impidió dormir, pero hubo varios que no pegaron ojo.
Entre una cosa y otra, llegamos a Munich y nos fuimos en busca del hostal. Resultó ser una casa con las habitaciones llenas de literas y con camastros por cualquier rincón disponible para meter más gente. Un poco lo mismo que se hace en Pamplona a los guiris que vienen a Sanfermines (no en vano, el tío que nos recibió dijo que tenía algo parecido en Donosti, así que...). Escogimos una cama cada uno y nos fuimos de allí cuanto antes.
Cenamos en un sitio con camareras vestidas de tirolesas. Lo peor era que estábamos en la terraza y hacía bastante frío, pero la cerveza y las salchichas ayudaron. Al encargar las cervezas OKT pidió una cocacola, como siempre, pero la camarera le dijo que allí no servían eso.
-Bueno, pues una cerveza pequeña.
-¿Medio litro?
-No, no, más pequeña.
-No tenemos nada más pequeño -reveló la guapa camarera, casi burlándose. Qué maja. Tendría que haber más sitios así.
Tras la cena, nos paseamos por Munich, ciudad que también merece la pena visitar aunque no sea en octubre. Vimos el ayuntamiento (también tenía un reloj con muñecos, pero no llegamos a verlo en funcionamiento), la ópera y la cervecería más grande del mundo (Hofbräuhaus: no os la perdáis), llena de gente cantando, tiroleses, gente tocando campanillas, enormes jarras de cerveza y muy buen ambiente. Entramos también a un Hard Rock Café, a ver un raído traje de Elvis y a comprobar que la medida mínima también era medio litro. No quisimos tentar a la suerte y nos reservamos para el día siguiente.
Al llegar al hostal, un enorme alemán había ocupado la cama de Rainman -llamado así por su velocidad resolviendo sudokus, cercana a la de la erosión-. Tratamos de despertarlo para que desalojara pero el tío ni se enteró, cosa previsible dado que estaba en la cama con los vaqueros y las botas puestas: el tío llegó tan jodido que se durmió allí donde cayó. Rainman se tuvo que buscar una cama en otra habitación, lo que le libró de escuchar los ronquidos del alemán. A mí no me impidió dormir, pero hubo varios que no pegaron ojo.
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