Giro de Italia VIII: vinagre pasado por agua
Viernes. Octavo día de viaje y el más lluvioso. Salimos muy de mañana hacia Módena, la ciudad con el mejor vinagre del mundo. Pero no íbamos alli por eso (o no sólo por eso): nada más llegar nos encaminamos a la estación de autobuses, donde cogimos uno hasta Maranello, la ciudad de los Ferraris. Y aquí sí que veníamos por eso: entramos directamente al museo, llenico de Ferraris de todas las épocas y tamaños. Tranquilos, que no voy a empezar a describir cada coche. Sólo diré que había muchísimos y, como curiosidad, que había uno con dos motores -y dos cuentarevoluciones-. Nos pasamos allí toda la mañana: viendo coches, oyendo coches (estaban probando un fórmula 1 en un circuitillo que tienen allí) y charlando con un argentino que nos informó de que el probador era Massa (creo recordar) y de que no podíamos entrar al vircuito a mirar. Una pena.
Queríamos comer en Módena, pero es una ciudad menos turística y para las dos estaba casi todo cerrado, así que nos tuvimos que conformar con un bocadillo en un bareto cercano a la Catedral (que también tiene una torre torcida, por cierto: no sé yo si me fiaría mucho de un arquitecto italiano, visto lo visto).
Ya por la tarde, y de vuelta en Bolonia, descubrimos que los porches son un gran invento: puedes pasear por toda la ciudad sin apenas mojarte, a pesar del aguacero. Entramos en una tiendecilla llena de cosas. Y cuando digo llena, me refiero a que no cabía nada más: era chiquitica pero en cada centímetro (excepto los imprescindibles para que los clientes curiosearan y la dueña atendiera) había embutidos, vinagre, aceite, vino, pasta, queso y otras delicias toscanas. Daban ganas de empezar a hincar el diente a todo. Y el olor... Mmmmm... Y la dueña era lo mejor: la típica anciana entrañable con el típico gorro estrafalario -sólo podría llevarlo en esa tienda-. Además, muy amable: aunque sólo hablaba italiano, creo que fue la persona que mejor comprendimos en todo el viaje. Nos estuvo enseñando los diferentes tipos de vinagres, para qué servía cada uno... Un encanto de mujer.
De allí nos encaminamos a la zona universitaria, a los pub con happy hour. Curiosamente, todas las cervezas costaban lo mismo (fuera Guinness, Erdinger o Nostro Azzurro -la San Miguel italiana-), así que nos decidimos por la vitamina G. En uno de los pubs apareció un tío flipao que se metió a la barra y abrió una botella con los dientes, ante el estupor de las camareras y nuestra indiferencia. Supongo que lo hizo para nosotros, porque éramos los únicos clientes y las camareras ya lo conocían, así que no le hicimos ni caso.
Como el día anterior, se nos echó el tiempo encima y tuvimos que volver al albergue. Esta vez sabíamos que un autobús -el 21- llegaba hasta la puerta, pero debe de ser un autobús fantasma porque no lo encontramos en ninguna parada. Como el día anterior, tuvimos que coger el que nos dejaba lejos y andar hasta nuestras camas. por suerte, había dejado de llover.
Queríamos comer en Módena, pero es una ciudad menos turística y para las dos estaba casi todo cerrado, así que nos tuvimos que conformar con un bocadillo en un bareto cercano a la Catedral (que también tiene una torre torcida, por cierto: no sé yo si me fiaría mucho de un arquitecto italiano, visto lo visto).
Ya por la tarde, y de vuelta en Bolonia, descubrimos que los porches son un gran invento: puedes pasear por toda la ciudad sin apenas mojarte, a pesar del aguacero. Entramos en una tiendecilla llena de cosas. Y cuando digo llena, me refiero a que no cabía nada más: era chiquitica pero en cada centímetro (excepto los imprescindibles para que los clientes curiosearan y la dueña atendiera) había embutidos, vinagre, aceite, vino, pasta, queso y otras delicias toscanas. Daban ganas de empezar a hincar el diente a todo. Y el olor... Mmmmm... Y la dueña era lo mejor: la típica anciana entrañable con el típico gorro estrafalario -sólo podría llevarlo en esa tienda-. Además, muy amable: aunque sólo hablaba italiano, creo que fue la persona que mejor comprendimos en todo el viaje. Nos estuvo enseñando los diferentes tipos de vinagres, para qué servía cada uno... Un encanto de mujer.
De allí nos encaminamos a la zona universitaria, a los pub con happy hour. Curiosamente, todas las cervezas costaban lo mismo (fuera Guinness, Erdinger o Nostro Azzurro -la San Miguel italiana-), así que nos decidimos por la vitamina G. En uno de los pubs apareció un tío flipao que se metió a la barra y abrió una botella con los dientes, ante el estupor de las camareras y nuestra indiferencia. Supongo que lo hizo para nosotros, porque éramos los únicos clientes y las camareras ya lo conocían, así que no le hicimos ni caso.
Como el día anterior, se nos echó el tiempo encima y tuvimos que volver al albergue. Esta vez sabíamos que un autobús -el 21- llegaba hasta la puerta, pero debe de ser un autobús fantasma porque no lo encontramos en ninguna parada. Como el día anterior, tuvimos que coger el que nos dejaba lejos y andar hasta nuestras camas. por suerte, había dejado de llover.
Etiquetas: Historias
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