Giro de Italia II: Vini, vidi...
El sábado nos levantamos temprano para estar en el aeropuerto, como tres clavos, a las siete y media. El vuelo salía a las nueve menos diez, pero no queríamos arriesgarnos. En el aparcamiento no estaba el rumano, sino un cojo que debe de trabajar por las mañanas allí. En cualquier caso, el rumano había dejado apuntados los detalles y el cojo nos llevó hasta el aeropuerto sin ningún problema. Facturamos, esperamos y entramos adentro. Lirón compró abundante provisión de tabaco para el viaje, aunque -como es el único fumador de los tres- luego no consumió tanta nicotina como pensaba.
Tras algún problemilla en el detector (creo que pasé tres veces: primero me olvidé de la cazadora, luego del móvil y luego de las monedas), embarcamos en el avión. Para nuestro alivio no tenía pedales, a pesar del bajo precio. Los asientos no eran numerados, así que nos sentamos donde pudimos. Un par de espabilados (puede que holandeses, porque su modo de hablar me recordaba a Van Gaal) quisieron sentarse en primera clase y las cuatro azafatas tuvieron que movilizarse para impedírselo, ante la asombrada mirada del resto del pasaje. Después de que nos obsequiaran con la habitual escenificación de los chalecos y las máscaras de oxígeno -yo creo que podrían dejar de hacerlo: todo el mundo sabe que si la máscara te cae delante de la cara lo que hay que hacer es rezar- despegamos. Vi muy nerviosa a la mujer que estaba a mi derecha, y no se tranquilizó cuando estuvimos en el aire: de hecho, estuvo todo el viaje con la cara entre las manos, supongo que en un mundo imaginario en el que tenía los pies en el suelo. No se movió cuando sobrevolamos Córcega, que se veía preciosa desde el aire (alguna vez iré), pero sí cuando alguien exclamó que se veía el Coliseo. Como no lo encontró (y yo tampoco: para mí que era mentira) volvió a poner sus imaginarios pies en tierra. Es curioso, se dice que alguien tiene los pies en la tierra cuando no vive en un mundo imaginario, y esta señora no los tenía por imaginar precisamente eso. En cuanto el avión tocó el suelo y se detuvo, saltó de su asiento y corrió hacia donde tenía su maleta para cogerla y largarse. Las azafatas tuvieron que detenerla porque aún no era el momento -yo creo que si no la mujer salta del avión sin escalera ni nada-. ¿Adivináis quién fue la primera en tocar suelo italiano? No vi si besó el asfalto, como el Papa, pero no me extrañaría nada.
Serían imaginaciones, pero en cuanto salí a la calle me pareció que olía a orégano, lo que indica que el piloto no se había equivocado de ruta. Un autobús nos trasladó hasta la estación central de Roma, lugar que nos hizo lanzar la primera exclamación de asombro, porque desde allí se vislumbraba el Coliseo. No perdimos mucho tiempo, porque lo primero era encontrar un sitio para dormir. No, no habíamos reservado nada: hay que darle un poco de emoción a los viajes, que si no no tienen gracia. Así pues, fuimos a un albergue cercanoen el que no tenían sitio y después a uno muy muy lejano en el que tenían sitio para esa noche pero no para la del domingo. nos quedamos, de todos modos, por si al otro día cambiaban de idea. Como ya habíamos dado bastantes vueltas por Roma en nuestra búsqueda, nos quedamos a comer allí mismo: un cocinero simpático y una camarera rubia nos dieron nuestro primer plato de pasta en Italia. Y bien rico que estaba.
Ya con la tripa llena, nos pusimos en marcha: el ostelo está junto al campo de la Roma, que justo entonces jugaba su partido de liga. Por ello, la calle estaba llena de coches y, sobre todo, motos de aficionados que estaban viendo el partido. Un autobús nos llevó a la Piazza del Popolo, que estaba toda en obras. Al menos, tenían la decencia de pintar los plásticos que tapaban los edificios con la pinta que tienen realmente. No sirve para las fotos, pero puedes hacerte una idea de cómo son. Si no fuera por los carteles de propaganda: el obelisco tenía un cartel de Misión imposible 3. Por unas calles atestadas de gente (no es buena idea ir a Roma en fin de semana) nos dirigimos, pasando por el Mausoleo de Augusto y el Ara Pacis -se inauguraba ese día y puede que yo fuera la primera persona que intentó subirse encima. Lástima que el guardia me lo impidiera cuando me faltaban pocos escalones-) hasta la Piazza de Spagna, con su preciosa escalinata. Pronto nos dimos cuenta de que Roma está llena de mujeres hermosas. Seguimos paseando hasta la Fontana del Tritone y, de allí, a la de Trevi. Echamos la obligatoria moneda, por si acaso funciona, y nos dirigimos a la piazza Navona. Por el camino encontramos el Templo de Adriano. O lo que queda de él, que es la fachada (enorme, por cierto). Al doblar una esquina apareció ante nuestros ojos el espectacular Panteón de Agripa, donde se encuentra, entre otras, la tumba del genial Rafael. Un edificio impresionante y, además, se entra gratis. Si alguna vez vais a Roma no os lo perdáis.
Ya en la Piazza Navona, preciosa como todo lo demás, nos dedicamos a pasear mirando a los mimos y músicos que por allí actuaban. Y también a las bellas ragazzas que paseaban como nosotros. Perdonad que insista, pero es que era una cosa por demás. nos tomamos un enorme y sabroso batido en un local cercano, rodeados de fotos de famosos que habían probado las frutas de la camarera. La mayoría eran italianos, así que no los conocíamos, pero también había algún actor americano.
Puede parecer que el nuestro fue un corto paseo, pero Roma es grande y ya habíamos peregrinado por unos cuantos kilómetros. De hecho, era la hora de cenar, así que nos pusimos a buscar una pizzería. En nuestra guía indicaban una, cercana, con las mejores y más baratas pizzas de Roma. La encontramos sin muchas vueltas, pero la fila de gente esperando era enorme, así que nos fuimos a otra. Nos sentaron en una mesa con velas, junto a una pareja de venecianos. Las pizzas tenían nombres de grupos musicales y pedimos una Rolling, una Doors y una REM. Pronto descubrimos que cualquier parecido de las pizzas españolas con la realidad es pura coincidencia: allí son mucho más estrechas y muchos de los ingredientes van encima de la masa, crudos. Cuando empezamos a comerlas (y son las mejores que he comido nunca), los venecianos se rieron de nosotros, pues los italianos las doblan y se las comen como si de un bocadillo se tratara. No me parece una buena táctica, porque así la pizza dura la mitad de tiempo: prefiero el viejo método de cortar trozos y darle mordiscos -aunque con la Doors era bastante complicado, debido a la cantidad de ingredientes que tenía encima. Chipirón se desesperaba cortándola-. Como postre, probamos un delicioso tiramisú. Sin embargo, hubo dos cosas malas en la cena: nos cobraron 5 € por una pinta de cerveza (y eso que las pizzas no eran caras) y descubrimos que los locales romanos no tienen baños. Muy pocos de los restaurantes incluyen servicios entre sus ofertas.
Ya cenados y habiendo visto muchos monumentos, nos dispusimos a volver al ostelo, al otro lado del Tíber. Para ello, tuvimos que coger el metro, un autobús y un tranvía, y luego el tren de San Fernando. Por el camino pudimos cerciorarnos de que los romanos conducen como quieren: los semáforos son sólo consejos para quien quiera seguirlos, los pasos de cebra adornos de la carretera, la bocina la parte más importante del coche y los peatones estorbos que impiden llegar a destino. Las palabras conducción temeraria se quedan cortas ante algunas cosas que vimos.
También fuimos testigos de una bronca en el tranvía: una rubia quería bajarse y el conductor ya se iba, por lo que un amable caballero se puso en la puerta para que no se cerrara. El conductor le echó la bronca, La rubia comenzó a bajar y el conductor le cerró la puerta encima, llevándose un golpe. no contento con eso, se puso a gritar a la rubia -que hacía el típico gesto italiano con la mano- y al que había sujetado la puerta, ante miradas atónitas (las nuestras) y divertidas (las de los otros viajeros).
Ya en el ostelo, nos sentamos en unos bancos a contemplar la noche y escribir algunas postales a familiares y amigos. La gente espera que hagas eso, ya sabéis. Era una noche tan agradable que sólo le faltaba una pinta de Guinness para ser perfecta.
Tras algún problemilla en el detector (creo que pasé tres veces: primero me olvidé de la cazadora, luego del móvil y luego de las monedas), embarcamos en el avión. Para nuestro alivio no tenía pedales, a pesar del bajo precio. Los asientos no eran numerados, así que nos sentamos donde pudimos. Un par de espabilados (puede que holandeses, porque su modo de hablar me recordaba a Van Gaal) quisieron sentarse en primera clase y las cuatro azafatas tuvieron que movilizarse para impedírselo, ante la asombrada mirada del resto del pasaje. Después de que nos obsequiaran con la habitual escenificación de los chalecos y las máscaras de oxígeno -yo creo que podrían dejar de hacerlo: todo el mundo sabe que si la máscara te cae delante de la cara lo que hay que hacer es rezar- despegamos. Vi muy nerviosa a la mujer que estaba a mi derecha, y no se tranquilizó cuando estuvimos en el aire: de hecho, estuvo todo el viaje con la cara entre las manos, supongo que en un mundo imaginario en el que tenía los pies en el suelo. No se movió cuando sobrevolamos Córcega, que se veía preciosa desde el aire (alguna vez iré), pero sí cuando alguien exclamó que se veía el Coliseo. Como no lo encontró (y yo tampoco: para mí que era mentira) volvió a poner sus imaginarios pies en tierra. Es curioso, se dice que alguien tiene los pies en la tierra cuando no vive en un mundo imaginario, y esta señora no los tenía por imaginar precisamente eso. En cuanto el avión tocó el suelo y se detuvo, saltó de su asiento y corrió hacia donde tenía su maleta para cogerla y largarse. Las azafatas tuvieron que detenerla porque aún no era el momento -yo creo que si no la mujer salta del avión sin escalera ni nada-. ¿Adivináis quién fue la primera en tocar suelo italiano? No vi si besó el asfalto, como el Papa, pero no me extrañaría nada.
Serían imaginaciones, pero en cuanto salí a la calle me pareció que olía a orégano, lo que indica que el piloto no se había equivocado de ruta. Un autobús nos trasladó hasta la estación central de Roma, lugar que nos hizo lanzar la primera exclamación de asombro, porque desde allí se vislumbraba el Coliseo. No perdimos mucho tiempo, porque lo primero era encontrar un sitio para dormir. No, no habíamos reservado nada: hay que darle un poco de emoción a los viajes, que si no no tienen gracia. Así pues, fuimos a un albergue cercanoen el que no tenían sitio y después a uno muy muy lejano en el que tenían sitio para esa noche pero no para la del domingo. nos quedamos, de todos modos, por si al otro día cambiaban de idea. Como ya habíamos dado bastantes vueltas por Roma en nuestra búsqueda, nos quedamos a comer allí mismo: un cocinero simpático y una camarera rubia nos dieron nuestro primer plato de pasta en Italia. Y bien rico que estaba.
Ya con la tripa llena, nos pusimos en marcha: el ostelo está junto al campo de la Roma, que justo entonces jugaba su partido de liga. Por ello, la calle estaba llena de coches y, sobre todo, motos de aficionados que estaban viendo el partido. Un autobús nos llevó a la Piazza del Popolo, que estaba toda en obras. Al menos, tenían la decencia de pintar los plásticos que tapaban los edificios con la pinta que tienen realmente. No sirve para las fotos, pero puedes hacerte una idea de cómo son. Si no fuera por los carteles de propaganda: el obelisco tenía un cartel de Misión imposible 3. Por unas calles atestadas de gente (no es buena idea ir a Roma en fin de semana) nos dirigimos, pasando por el Mausoleo de Augusto y el Ara Pacis -se inauguraba ese día y puede que yo fuera la primera persona que intentó subirse encima. Lástima que el guardia me lo impidiera cuando me faltaban pocos escalones-) hasta la Piazza de Spagna, con su preciosa escalinata. Pronto nos dimos cuenta de que Roma está llena de mujeres hermosas. Seguimos paseando hasta la Fontana del Tritone y, de allí, a la de Trevi. Echamos la obligatoria moneda, por si acaso funciona, y nos dirigimos a la piazza Navona. Por el camino encontramos el Templo de Adriano. O lo que queda de él, que es la fachada (enorme, por cierto). Al doblar una esquina apareció ante nuestros ojos el espectacular Panteón de Agripa, donde se encuentra, entre otras, la tumba del genial Rafael. Un edificio impresionante y, además, se entra gratis. Si alguna vez vais a Roma no os lo perdáis.
Ya en la Piazza Navona, preciosa como todo lo demás, nos dedicamos a pasear mirando a los mimos y músicos que por allí actuaban. Y también a las bellas ragazzas que paseaban como nosotros. Perdonad que insista, pero es que era una cosa por demás. nos tomamos un enorme y sabroso batido en un local cercano, rodeados de fotos de famosos que habían probado las frutas de la camarera. La mayoría eran italianos, así que no los conocíamos, pero también había algún actor americano.
Puede parecer que el nuestro fue un corto paseo, pero Roma es grande y ya habíamos peregrinado por unos cuantos kilómetros. De hecho, era la hora de cenar, así que nos pusimos a buscar una pizzería. En nuestra guía indicaban una, cercana, con las mejores y más baratas pizzas de Roma. La encontramos sin muchas vueltas, pero la fila de gente esperando era enorme, así que nos fuimos a otra. Nos sentaron en una mesa con velas, junto a una pareja de venecianos. Las pizzas tenían nombres de grupos musicales y pedimos una Rolling, una Doors y una REM. Pronto descubrimos que cualquier parecido de las pizzas españolas con la realidad es pura coincidencia: allí son mucho más estrechas y muchos de los ingredientes van encima de la masa, crudos. Cuando empezamos a comerlas (y son las mejores que he comido nunca), los venecianos se rieron de nosotros, pues los italianos las doblan y se las comen como si de un bocadillo se tratara. No me parece una buena táctica, porque así la pizza dura la mitad de tiempo: prefiero el viejo método de cortar trozos y darle mordiscos -aunque con la Doors era bastante complicado, debido a la cantidad de ingredientes que tenía encima. Chipirón se desesperaba cortándola-. Como postre, probamos un delicioso tiramisú. Sin embargo, hubo dos cosas malas en la cena: nos cobraron 5 € por una pinta de cerveza (y eso que las pizzas no eran caras) y descubrimos que los locales romanos no tienen baños. Muy pocos de los restaurantes incluyen servicios entre sus ofertas.
Ya cenados y habiendo visto muchos monumentos, nos dispusimos a volver al ostelo, al otro lado del Tíber. Para ello, tuvimos que coger el metro, un autobús y un tranvía, y luego el tren de San Fernando. Por el camino pudimos cerciorarnos de que los romanos conducen como quieren: los semáforos son sólo consejos para quien quiera seguirlos, los pasos de cebra adornos de la carretera, la bocina la parte más importante del coche y los peatones estorbos que impiden llegar a destino. Las palabras conducción temeraria se quedan cortas ante algunas cosas que vimos.
También fuimos testigos de una bronca en el tranvía: una rubia quería bajarse y el conductor ya se iba, por lo que un amable caballero se puso en la puerta para que no se cerrara. El conductor le echó la bronca, La rubia comenzó a bajar y el conductor le cerró la puerta encima, llevándose un golpe. no contento con eso, se puso a gritar a la rubia -que hacía el típico gesto italiano con la mano- y al que había sujetado la puerta, ante miradas atónitas (las nuestras) y divertidas (las de los otros viajeros).
Ya en el ostelo, nos sentamos en unos bancos a contemplar la noche y escribir algunas postales a familiares y amigos. La gente espera que hagas eso, ya sabéis. Era una noche tan agradable que sólo le faltaba una pinta de Guinness para ser perfecta.
Etiquetas: Historias
4 Comments:
Esto no tiene ninguna relación con el post: ¿has comprado el barrilito de franciskaner alguna vez? en caso afirmativo, ¿qué impresión te merece?
Gracias por publicar mi carta, me encanta vuestra revista.
Un lector de Guarromán (Jaen)
Querido lector de Guarromán:
Aunque no tenga nada que ver con lo publicado en este número, contestaré a tu pregunta: no, no he comprado el barrilito. Pero me lo regalaron por mi último cumpleaños, así que puedo dar una opinión. El contenido es el de una Franciskaner, así que si te gusta la de botella o la de caña, te gustará el barril. Aunque sea un poco contradictorio que yo lo diga, su principal defecto es la cantidad: si te lo vas a beber tú solo, o bien te lo trincas en una sentada -con etílicas consecuencias- o el final del barril se desvirtuará y parecerá más orina que cerveza.
Recomendadísimo para cenas en grupo o reuniones de trabajo: éxito seguro. Y las instrucciones de uso son sencillas. Cualquiera de nuestros lectores, expertos en la apertura de bolsas de pipas a prueba de niños -y que han leído cómo poner una Guinness-, puede servir la cerveza sin tirar más de dos litros al suelo.
Gracias por tu carta y no dejes de escribirnos.
Este blog es un servicio público al ciudadano. Te has ganado un vale por dos besazos de Edrelín con magreo de muslos.
Pero más que nada preguntaba por las características técnicas del barrilito. ¿Tiene grifo con presión como el de heineken? ¿Hay que meterlo en la nevera, o es como ese de Amstel que dicen que no hace falta?
Gracias, seguid así.
Sólo tienes que meterlo a la nevera si quieres que la cerveza esté fresca. En cuanto al grifo, no sé como será el de Heineken pero éste es a presión, como el de todos los barriles que yo he probado.
El mero hecho de imaginarme un barril de Águila (dentro o fuera de una nevera) hace que un escalofrío recorra mi columna vertebral.
Publicar un comentario
<< Home