Giro de Italia III: están locos estos romanos
El domingo no nos levantamos pronto, porque teníamos que esperar hasta las diez para ver si nos quedaba alguna habitación libre. Sí, ya sé que en determinadas culturas las diez de la mañana es una hora más que temprana para levantarse, pero nosotros queríamos aprovechar el máximo posible de horas del día. Por suerte, algún pringado no iba a ocupar su cama y nos pudimos quedar otra noche. Eso sí, en otra habitación distinta llena de italianos y alemanes y con pintadas carcelarias (ya sabéis, palitos tachados y esas cosas).
Solucionado el asunto, nos dirigimos al metro en un autobús (a esas alturas ya nos conocíamos batante bien el mapa de transportes), y bajamos del metro en plena Vía Augusta, junto al Coliseo. Ya todo estaba lleno de gente y nos dirigimos a la enorme Piazza Venecia. Visitamos el Museo Palatino, donde -entre otras obras de arte y unos dos millones de bustos de emperadores, filósofos, soldados, autores, etc- está la loba Capitolina y Rómulo y Remo chupándole los pezones. También es enorme y bastante laberíntico.
Entre una cosa y otra pasamos toda la mañana, y decidimos sentarnos a comer unos paninis junto al foro. Mientras comíamos llegamos a una conclusión clara: Roma debe de ser la ciudad del mundo con más cantidad de belleza por metro cuadrado. Es difícil pasear (o estar quieto) sin que se te vayan los ojos a una ragazza, un edificio, monumento o fuente, o incluso a un coche -yo nunca había visto un Lamborghini en movimiento, y en diez minutos pasaron tres por delante de mis ojos-. Y no hablo de esa belleza subjetiva que gusta a unos y a otros no. No. En la mayoría de los casos el acuerdo era unánime. Y me atrevo a decir que a cualquiera le gusta un Ferrari o la Fontana de Trevi o una supermodelo. Pues vimos muchísimos ejemplos (de los tres).
Saciado nuestro apetito, nos dirigimos al foro, que no es otra cosa que los restos de la ciudad romana. La mayoría está por los suelos y sólo se ven los contornos de lo que fue un edificio, pero quedan un par de templos y, sobre todo, de arcos de triunfo que quitan el hipo (insisto en la belleza por metro cuadrado, aunque aquí no andaban coches). De ahí subimos a la colina del Palatino, que es la zona donde se fundó Roma originalmente: allí vimos otro museo, un espectacular estadio olímpico y lo que queda del Circo Máximo (el de las cuádrigas de Ben Hur), que es un parque con hierba de forma alargada y el camino de las cuádrigas para pasearse.
De allí nos encaminamos al Coliseo, que estaba siendo usado por los bomberos de Roma para una exhibición -luego nos enteramos que era su día-: se tiraban en tirolinas, se descolgaban haciendo rapel, bajaban camillas -con muñecos-, andaban por la pared... Eso sí, si los italianos son chulos los bomberos ni te cuento. Alguno se creía Rambo. La única pena fue que no dejaban entrar a la parte de abajo, donde guardaban las fieras y a los gladiadores: ahora sólo bajan los gatos. La leyenda de que la zona del foro está llena de gatos es cierta.
Del Coliseo cogimos un metro en busca de la Vía Apia -para ver las catacumbas-, pero resulta que la calle llamada Vía Apia está construida encima de la antigua y hay que ir mucho más lejos para encontrar algo de la época antigua. Como ya era tarde, nos quedamos en una plaza (Re di Roma) en la que había un mercadillo hippy -más o menos con las mismas cosas que los hippys españoles- y un fakir tragando fuego y tumbándose en un colchón de clavos (pinchaban; lo comprobé). Cuando comenzó a oscurecer nos fuimos a cenar a los alrededores de la Piazza navona -más que nada porque ya los conocíamos. Elegimos una pizzería casi vacía, pero el único otro cliente que había pronto comenzó a pelear con la camarera. Curiosamente, la tía nos atendía casi a la vez, diciendo -en voz alta: el sujeto le oía- que el otro tenía "modales di porco". En cualquier caso, la pizza estaba rica y nos pusimos las botas. Compramos unos helados (tampoco tienen nada que ver con los de aquí: la comida italiana es otra historia si la comes en Italia) y los saboreamos en el incomparable marco de la Fontana de Trevi, rodeados de guiris que echaban monedas y se sacaban fotos -nosotros ya habíamos sacado bastantes el día anterior, así que sólo
contemplábamos-.
Un rato después nos dispusimos a volver al ostelo: cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que el metro dejaba de andar a las once. Había una línea de autobús que hacía su mismo recorrido, pero todo el mundo quería cogerla, así que nos costó un rato llegar a donde paraba el autobús que nos dejaría en la cama. Y lo peor es que, cuando llegamos, ya no había autobús. En nuestra misma situación había un grupito de italianos (mayores) que confiaron en que otro autobús pasaría. Nosotros nos pusimos a andar y varias calles más arriba nos encontramos con un viejo borracho y su mujer. Estaban esperando un autobús y el tío no nos dejaba en paz: se ponía a cantar en inglés, nos ofrecía bebida -no cojimos: tenía un color muy malo-, nos pedía tabaco, nos indicaba el camino en el mapa (mal, claro: señalaba justo en el Tíber, el cabrón)... Seguíamos pensando en huir cuando apareció su autobús. Dentro, vimos al grupillo que habíamos dejado en la otra parada, así que subimos. Se habrían reído más de nosotros si no hubiéramos llevado con nosotros al borracho, que aprovechó y se puso a dar la tabarra a la gente que le entendía, acaparando todas las miradas. Pero no acabó ahí nuestra odisea: íbamos mirando por una ventanilla para ver dónde estábamos, cuando todo el mundo empezó a bajarse. Me asomé por la otra y vi nuestro albergue.
A punto estuvimos de irnos más lejos y perdernos para siempre en los suburbios de Roma, pero finalmente conseguimos llegar sanos y salvos a nuestra habitación, a pasar nuestra última noche en la Ciudad Eterna (merece perdurar tanto).
Solucionado el asunto, nos dirigimos al metro en un autobús (a esas alturas ya nos conocíamos batante bien el mapa de transportes), y bajamos del metro en plena Vía Augusta, junto al Coliseo. Ya todo estaba lleno de gente y nos dirigimos a la enorme Piazza Venecia. Visitamos el Museo Palatino, donde -entre otras obras de arte y unos dos millones de bustos de emperadores, filósofos, soldados, autores, etc- está la loba Capitolina y Rómulo y Remo chupándole los pezones. También es enorme y bastante laberíntico.
Entre una cosa y otra pasamos toda la mañana, y decidimos sentarnos a comer unos paninis junto al foro. Mientras comíamos llegamos a una conclusión clara: Roma debe de ser la ciudad del mundo con más cantidad de belleza por metro cuadrado. Es difícil pasear (o estar quieto) sin que se te vayan los ojos a una ragazza, un edificio, monumento o fuente, o incluso a un coche -yo nunca había visto un Lamborghini en movimiento, y en diez minutos pasaron tres por delante de mis ojos-. Y no hablo de esa belleza subjetiva que gusta a unos y a otros no. No. En la mayoría de los casos el acuerdo era unánime. Y me atrevo a decir que a cualquiera le gusta un Ferrari o la Fontana de Trevi o una supermodelo. Pues vimos muchísimos ejemplos (de los tres).
Saciado nuestro apetito, nos dirigimos al foro, que no es otra cosa que los restos de la ciudad romana. La mayoría está por los suelos y sólo se ven los contornos de lo que fue un edificio, pero quedan un par de templos y, sobre todo, de arcos de triunfo que quitan el hipo (insisto en la belleza por metro cuadrado, aunque aquí no andaban coches). De ahí subimos a la colina del Palatino, que es la zona donde se fundó Roma originalmente: allí vimos otro museo, un espectacular estadio olímpico y lo que queda del Circo Máximo (el de las cuádrigas de Ben Hur), que es un parque con hierba de forma alargada y el camino de las cuádrigas para pasearse.
De allí nos encaminamos al Coliseo, que estaba siendo usado por los bomberos de Roma para una exhibición -luego nos enteramos que era su día-: se tiraban en tirolinas, se descolgaban haciendo rapel, bajaban camillas -con muñecos-, andaban por la pared... Eso sí, si los italianos son chulos los bomberos ni te cuento. Alguno se creía Rambo. La única pena fue que no dejaban entrar a la parte de abajo, donde guardaban las fieras y a los gladiadores: ahora sólo bajan los gatos. La leyenda de que la zona del foro está llena de gatos es cierta.
Del Coliseo cogimos un metro en busca de la Vía Apia -para ver las catacumbas-, pero resulta que la calle llamada Vía Apia está construida encima de la antigua y hay que ir mucho más lejos para encontrar algo de la época antigua. Como ya era tarde, nos quedamos en una plaza (Re di Roma) en la que había un mercadillo hippy -más o menos con las mismas cosas que los hippys españoles- y un fakir tragando fuego y tumbándose en un colchón de clavos (pinchaban; lo comprobé). Cuando comenzó a oscurecer nos fuimos a cenar a los alrededores de la Piazza navona -más que nada porque ya los conocíamos. Elegimos una pizzería casi vacía, pero el único otro cliente que había pronto comenzó a pelear con la camarera. Curiosamente, la tía nos atendía casi a la vez, diciendo -en voz alta: el sujeto le oía- que el otro tenía "modales di porco". En cualquier caso, la pizza estaba rica y nos pusimos las botas. Compramos unos helados (tampoco tienen nada que ver con los de aquí: la comida italiana es otra historia si la comes en Italia) y los saboreamos en el incomparable marco de la Fontana de Trevi, rodeados de guiris que echaban monedas y se sacaban fotos -nosotros ya habíamos sacado bastantes el día anterior, así que sólo
contemplábamos-.
Un rato después nos dispusimos a volver al ostelo: cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que el metro dejaba de andar a las once. Había una línea de autobús que hacía su mismo recorrido, pero todo el mundo quería cogerla, así que nos costó un rato llegar a donde paraba el autobús que nos dejaría en la cama. Y lo peor es que, cuando llegamos, ya no había autobús. En nuestra misma situación había un grupito de italianos (mayores) que confiaron en que otro autobús pasaría. Nosotros nos pusimos a andar y varias calles más arriba nos encontramos con un viejo borracho y su mujer. Estaban esperando un autobús y el tío no nos dejaba en paz: se ponía a cantar en inglés, nos ofrecía bebida -no cojimos: tenía un color muy malo-, nos pedía tabaco, nos indicaba el camino en el mapa (mal, claro: señalaba justo en el Tíber, el cabrón)... Seguíamos pensando en huir cuando apareció su autobús. Dentro, vimos al grupillo que habíamos dejado en la otra parada, así que subimos. Se habrían reído más de nosotros si no hubiéramos llevado con nosotros al borracho, que aprovechó y se puso a dar la tabarra a la gente que le entendía, acaparando todas las miradas. Pero no acabó ahí nuestra odisea: íbamos mirando por una ventanilla para ver dónde estábamos, cuando todo el mundo empezó a bajarse. Me asomé por la otra y vi nuestro albergue.
A punto estuvimos de irnos más lejos y perdernos para siempre en los suburbios de Roma, pero finalmente conseguimos llegar sanos y salvos a nuestra habitación, a pasar nuestra última noche en la Ciudad Eterna (merece perdurar tanto).
Etiquetas: Historias
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