El ojo vago

Dale fuego a un hombre y estará caliente un día, pero préndele fuego y estará caliente el resto de su vida. Terry Pratchett

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Lugar: Villava, Navarra, Spain

12.5.06

Giro de Italia IV: Magnis itineribus

El lunes iba a ser nuestro último día en Roma, así que teníamos que visitar todo lo que nos faltaba: el Vaticano y la iglesia en la que está el Moisés, por lo menos. Después saldríamos hacia Florencia en tren, así que el primer lugar al que fuimos (sin perdernos: ya habíamos aprendido a usar el mapa de trenes-metros-tranvías. Lástima que fuera el último día) fue la estación central. Allí dejaríamos los equipajes en consigna para no arrastrarlos con nosotros todo el día. Parece fácil, ¿verdad? Pues no: resulta que, curiosamente, la consigna funciona como si la hubiera organizado un español (no me extrañaría, la verdad). Una kilométrica fila con sólo un mostrador al final en el que, uno por uno, van recogiendo -con cuidado- los paquetes de la gente y dándoles un ticket. Resultado: perdimos casi toda la mañana esperando allí. Al menos, tuvimos tiempo (más que de sobra) para mirar bien qué tren coger para ir a Florencia por la tarde.
Hartos de esperar en filas, cogimos un metro hasta el Vaticano y pronto encontramos otra larga fila que entraba al museo. Ya habíamos esperado mucho en la consigna, así que nos colamos más o menos por la mitad. Puede parecer que ahorramos mucho pero, dada la longitud total, todavía tuvimos que esperar bastante rato. Por el camino, Lirón aprovechó y se cambió de pantalones -llevaba unas bermudas y no quería arriesgarse a que no le dejaran entrar-, ante la atónita mirada de nuestros compañeros de espera.
El Museo Vaticano es enorme y está lleno de tesoros donados o robados en muchas partes del mundo. Tanta riqueza no hace ningún bien a la imagen de la Iglesia, pero no voy a entrar en eso. En cualquier caso, mi escultura preferida es la de Laocoonte y sus hijos (podéis verme junto a ellos en la foto), los únicos troyanos que sospecharon del caballo. Y les sirvió de bien poco. También es espectacular la Capilla Sixtina, desde luego. Hay más gente dentro que en la plaza del ayuntamiento de Pamplona el 6 de julio, y eso le resta majestuosidad. Sobre todo porque los encargados de mantenerla en silencio (personas y megafonía) lo hacen a limpio grito. Tampoco está permitido sacar fotos, cosa que no impide que el 95% de los que tienen una cámara las hagan -sin flash, eso sí-.
En el museo estuvimos toda la mañana (y eso que nos saltamos una parte y nos quedamos sin ver La escuela de Atenas, entre otras cosas) y comimos en una pizzería por allí cerca. Después, nos dirigimos a la Plaza de San Pedro. Vimos una fila de gente y nos pusimos detrás. Un rato después descubrimos que, por suerte, no iban a misa o a saludar al Papa, sino al interior de la Basílica de San Pedro, a la cúpula más hermosa del mundo. Tras mucho mucho rato de espera entramos, a pesar de unos amenazantes carteles que decían que había que subir más de 500 escalones para llegar arriba (no recuerdo el número exacto pero lo ponía: me pregunto quién será el desgraciado que los tuvo que contar). Arriba del todo, un sudoroso segurata nos explicó por qué había tanta gente un lunes: resulta que era fiesta en toda Italia. Está claro que no elegimos buenas fechas para visitar Roma. Ya se nos echaba el tiempo encima, así que tuvimos que volar hacia abajo por los 500 escalones que acabábamos de subir y pasar de puntillas por el interior de la Basílica, perdiendo unos segundos en la Piedad, para luego correr al metro y a la estación.
Por suerte, recoger las maletas cuesta menos tiempo que dejarlas, así que pudimos llegar a tiempo a nuestro tren. Íbamos a pasar de la cuna de la civilización occidental (una de ellas, al menos) a la cuna del Renacimiento. No está mal, adelantar quince siglos en un par de horas. Una pena que al final nos fuéramos sin ver el Moisés y las catacumbas de la Vía Apia. La próxima vez. El paisaje que veía por la ventanilla era parecido al de Roma, así que me entretuve leyendo hasta nuestra llegada. Llegada que no anunciaron por los altavoces, por lo que teníamos que estar buscando los carteles en todas las estaciones por si acaso.
Ya había anochecido cuando bajamos del vagón en una estación desierta, con sólo un par de guardias, un vagabundo y una tía que nos ofrecía alojamiento. La rechazamos alegremente y nos internamos por la primera calle que vimos. A primera vista, Florencia parecía bastante más bohemia y menos caótica que Roma. Lo cual significa que el albergue de la juventud está lleno de tíos con rastas y no hay cama para nosotros. Por suerte, esa calle -en pleno casco viejo- estaba llena de pensiones y una amable viejecita nos dio una habitación triple por poco dinero. La única pega era que había que ir pronto a dormir, pero nos permitió bajar un momento a cenar.
Tuvimos una bronca en un bar cercano, porque querían cobrarnos un pastón por sentarnos, así que comimos de pie y rápidos para no hacer esperar a la anciana. Desde nuestra habitación podíamos escuchar a los bohemios del ostelo, que salían todos a un bar que había enfrente a hablar y gesticular, pero eso no nos impidió conciliar el sueño después de un día de carreras y esperas.

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