Giro de Italia VI: no me pises que llevo chanclas
Miércoles: ya estábamos en el ecuador de nuestro viaje y tocaba ir a Pisa. Desayunamos y cogimos un tren de cercanías (y en la estación vimos al teniente Colombo -o su doble, por lo menos-) que nos dejó justo al otro extremo de la ciudad. Al otro extremo porque queríamos ir a la torre, claro. En cualquier caso, empezamos a andar. Lo de los autobuses ni nos lo planteamos, pues Pisa es chiquitica y nuestras piernas ya estaban más que acostumbradas a moverse.
Fuimos rodeando las murallas y viendo, por el camino, algunas iglesias similares a las de Florencia. Me encantó una que parecía de juguete. Pequeñaja pero con un montón de figuras esculpidas: gárgolas, águilas, caras... También vimos que es una ciudad universitaria: llena de gente joven, con restaurantes mucho más baratos que los florentinos y con todo el mundo andando en bici. Estuvimos un rato sentados en un banco y pasaron por allí millones de bicis (mil más o menos) y un sólo par de coches.
Finalmente, llegamos a la torre inclinada. Junto a ella está la catedral de Pisa y un edificio-cúpula. También hay como cien tiendicas de recuerdos, donde aprovechamos para comprar los típicos regalos horteras para amigos y parientes. Como todo el conjunto arquitectónico está en unos verdes jardines, decidimos comer allí mismo lo que nos sobró de la cena del día anterior. Algunos nos miraban raro con el tenderete que montamos allí, pero almorzamos muy bien. Por supuesto, Lirón y Txipirón se sacaron las típicas fotos sosteniendo la torre. No subimos porque era bastante caro, así que nos fuimos al casco viejo, que está lleno de callejuelas, bicis, gente paseando, pizzerías... Un poco laberíntico: dimos muchas vueltas buscando un sitio en el que comer, lo que nos abrió bastante el apetito. Finalmente comimos una pasta muy deliciosa en una terraza. Eso sí, nos cobraron un ojo de la cara por el agua. En fin.
Después de comer volvimos en tren a Florencia. Aprovechamos que era cómodo para echar una siesta. En Florencia, entramos en la Galería de los Ufizzi (para ver El nacimiento de Venus de Boticelli). En ésta hay muchas más cosas que ver que en la de la Academia, pero resulta que si llega la hora de cerrar te obligan a correr por los pasillos que te queden. La última parte la vimos a marchas forzadas, pero pude contemplar un Greco y algún otro cuadro que sólo había visto en mis libros de texto. A la Venus no le saqué fotos -porque no se podía y porque estaba dentro de un cristal que dificultaba mucho hacerlo bien-.
Ya en la calle (algo cabreados por las prisas que nos metieron), estuvimos un rato viendo a un guitarrista callejero, Piotr Tomaszewski. Tocaba (música clásica) muy bien y la guitarra sonaba genial. Resulta que el tío ha ganado varios premios y ha estudiado en sitios prestigiosos. No sé qué hace tocando en la calle. Justo delante, una pareja de vendedores ambulantes de láminas nos divirtió extendiendolas para que, justo después, se levantara un fuerte viento que las desparramó por toda la calle. El viento fue el preludio de una tormenta que hizo que todo el mundo corriera a los porches a resguardarse. Y duró bastante rato: la gente se divertía gritando a los que paseaban bajo la lluvia y poco más. Finalmente, abandonamos la protección del porche y fuimos a buscar un lugar donde cenar -por cambiar, nos comimos un shawarna en un turco-. Desde luego, para cuando volvimos a la pensión a dormir, estábamos calados hasta los huesos, lo que hizo mucha gracia al marido de la anciana que hizo -en italiano- la típica pregunta de "¿Qué, llueve?" Se ve que (además de tener poca gracia) es una broma universal.
Fuimos rodeando las murallas y viendo, por el camino, algunas iglesias similares a las de Florencia. Me encantó una que parecía de juguete. Pequeñaja pero con un montón de figuras esculpidas: gárgolas, águilas, caras... También vimos que es una ciudad universitaria: llena de gente joven, con restaurantes mucho más baratos que los florentinos y con todo el mundo andando en bici. Estuvimos un rato sentados en un banco y pasaron por allí millones de bicis (mil más o menos) y un sólo par de coches.
Finalmente, llegamos a la torre inclinada. Junto a ella está la catedral de Pisa y un edificio-cúpula. También hay como cien tiendicas de recuerdos, donde aprovechamos para comprar los típicos regalos horteras para amigos y parientes. Como todo el conjunto arquitectónico está en unos verdes jardines, decidimos comer allí mismo lo que nos sobró de la cena del día anterior. Algunos nos miraban raro con el tenderete que montamos allí, pero almorzamos muy bien. Por supuesto, Lirón y Txipirón se sacaron las típicas fotos sosteniendo la torre. No subimos porque era bastante caro, así que nos fuimos al casco viejo, que está lleno de callejuelas, bicis, gente paseando, pizzerías... Un poco laberíntico: dimos muchas vueltas buscando un sitio en el que comer, lo que nos abrió bastante el apetito. Finalmente comimos una pasta muy deliciosa en una terraza. Eso sí, nos cobraron un ojo de la cara por el agua. En fin.
Después de comer volvimos en tren a Florencia. Aprovechamos que era cómodo para echar una siesta. En Florencia, entramos en la Galería de los Ufizzi (para ver El nacimiento de Venus de Boticelli). En ésta hay muchas más cosas que ver que en la de la Academia, pero resulta que si llega la hora de cerrar te obligan a correr por los pasillos que te queden. La última parte la vimos a marchas forzadas, pero pude contemplar un Greco y algún otro cuadro que sólo había visto en mis libros de texto. A la Venus no le saqué fotos -porque no se podía y porque estaba dentro de un cristal que dificultaba mucho hacerlo bien-.
Ya en la calle (algo cabreados por las prisas que nos metieron), estuvimos un rato viendo a un guitarrista callejero, Piotr Tomaszewski. Tocaba (música clásica) muy bien y la guitarra sonaba genial. Resulta que el tío ha ganado varios premios y ha estudiado en sitios prestigiosos. No sé qué hace tocando en la calle. Justo delante, una pareja de vendedores ambulantes de láminas nos divirtió extendiendolas para que, justo después, se levantara un fuerte viento que las desparramó por toda la calle. El viento fue el preludio de una tormenta que hizo que todo el mundo corriera a los porches a resguardarse. Y duró bastante rato: la gente se divertía gritando a los que paseaban bajo la lluvia y poco más. Finalmente, abandonamos la protección del porche y fuimos a buscar un lugar donde cenar -por cambiar, nos comimos un shawarna en un turco-. Desde luego, para cuando volvimos a la pensión a dormir, estábamos calados hasta los huesos, lo que hizo mucha gracia al marido de la anciana que hizo -en italiano- la típica pregunta de "¿Qué, llueve?" Se ve que (además de tener poca gracia) es una broma universal.
Etiquetas: Historias
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