En tierra cervecera IV: Valhalla
Al día siguiente, me desperté como en las mañanas de Reyes de cuando era niño: temprano y deseando saltar de la cama. Iba a hacer realidad uno de mis sueños: estar en la Oktoberfest (el otro es ir a colonizar un planeta lejano, pero mucho tiene que avanzar la NASA para que lo logre en esta vida). Mientras esperaba a ver si se despertaban los demás, vi que el alemán de la noche anterior seguía prácticamente en la misma postura y roncando igual de fuerte. El rato que tardó la gente en despertarse, prepararse y salir del hostal se me hizo eterno, claro. Ya eran las nueve de la mañana y seguía sobrio. En realidad no comienzan a servir cerveza hasta las 10, así que la cosa no era tan grave, pero yo estaba igual de impaciente. Antes de llegar a Theresienwiese, la campa en la que tiene lugar todo el evento, paramos a desayunar en una cafetería. Yo hubiera ido directo a desayunar cerveza, pero bueno.
Al final, ya eran más de las 10 cuando entramos. Aquello es como una feria normal y corriente: norias, trenes del terror, montañas rusas, puestos de algodón de azúcar... Así que puedes ver niños correteando por allí, pares, abuelos... Lo bueno son las casetas de las cervezas, que es como entrar a otro mundo. Cada marca de cerveza tiene su carpa, separada del resto de la feria (no puedes beber fuera de los recintos). Algunas tienen mesas en el exterior, aunque nadie las usaba porque hacía un frío del carajo. Nos habían dicho que la carpa con mejor ambiente era la de Augustiner, así que allí nos encaminamos.
Hay que explicar, para quien no lo sepa, cómo funciona la historia: la carpa está llena de mesas en las que te sientas, con un espacio para la banda (de música tradicional bávara) y todo rodeado por barriles de cerveza; hay gente que está continuamente llenando jarras de esos barriles y los camareros las van cogiendo y sirviendo por las mesas. La clave es sentarse: si no estás en una mesa, el camarero no te sirve. No puedes ir a la barra, pedirte tu birra y pasearte por allí. Por eso, la gente llega a primera hora, se sienta y se levanta diez o doce horas después para volver (como puede) a su casa. Puedes levantarte para ir al baño (siempre que te asegures de que te guardan el sitio), ponerte de pie en el banco para brindar, cantar, bailar, caerte... Lo que no se puede es subirse a la mesa: te dirán amablemente que te bajes y, si insistes, te sacarán -no tan amablemente- por la puerta.
Así pues, lo que hicimos cuando mis ojos dejaron de parecer platos fue buscar un sitio para sentarnos. Como las mesas son grandes (para diez o doce personas), lo normal es que tengas que pedir permiso para sentarte en aquellas en las que haya un hueco. Nosotros éramos siete, pero nos conformábamos con tener sitio para dos o tres y que fueran pidiendo la cerveza para todos. Sin embargo, no hubo suerte: la gente guardaba huecos a sus amigos -o eso decían- y no nos dejaba. Tras dar una vuelta, tuvimos que abandonar la carpa de Augustiner sin probar la cerveza.
Entramos en otra que había por allí: Schottenhamel, que no es una marca de cerveza sino el nombre de la familia que la regenta. La cerveza que sirven es Spaten, es la carpa más antigua de la Oktoberfest y la ceremonia de apertura del primer barril tiene lugar allí. Allí tuvimos más suerte, pues dos americanas estaban solicas en una mesa y nos dejaron sentarnos a todos. Majas las chicas.
Pronto comenzó a correr la cerveza: el primer trago que le di a mi jarra de litro habría bastado para dejar vacío cualquier botellin de los que se sirven aquí. Qué gran sensación es quedarse saciado y que todavía quede mucha cerveza en la jarra. Qué gusto da brindar con el de al lado sin miedo a que se vaya a romper el vaso. Qué alegrías para la vista dan las chicas vestidas de tirolesas (y qué majas son: se prestan con una sonrisa para las fotos por mucha cara de degenerado que tengas).
Dejadme deciros que si existe el paraíso, tiene que ser parecido a eso. Buena cerveza en grandes cantidades, música fiestera, mujeres guapas... No me extraña que los vikingos creyeran en Odín, si les prometía cosas así. No hay valkirias, pero ya digo que las bávaras no les van a la zaga.
Junto a nuestra mesa, había un equipo de rugbi francés (más tarde los echaron por enfadar a una de nuestras americanas -le levantaron la falda-), unos escoceses y otros americanos, por lo que pronto estábamos todos cantando y brindando. Cantamos aquello de "alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual", lo que atrajo inmediatamente la atención de unas españolas que había por allí.
Y en esas estábamos, poniéndonos hasta arriba de cerveza (excepto OKT, Aquella que Sólo Bebe Cocacola), brindando, cantando y bailando, cuando uno de los americanos de la otra mesa me preguntó que si era un puto asesino (traducido literalmente). Como para entonces ya les habíamos dicho de qué parte de España éramos me imaginé por dónde iban los tiros, así que le dije que no, y que si él -ya que era americano- dormía con una pistola debajo de la almohada. La cosa no le hizo mucha gracia y se puso a hablar más rápido y a más volumen, por lo que no le entendí nada: creo que me estaba invitando a ir a su casa en mis próximas vacaciones y tirarme a su hermana, o algo así, porque sólo le entendí algún fuck de vez en cuando. En cualquier caso, sus amigos se lo llevaron a su mesa y uno me pidio disculpas porque su colega estaba pedo. Yo le dije que muy sereno tampoco estaba y que no pasaba nada, pero cinco minutos después el individuo volvió a la carga. Para no liarla, decidí salir un rato a tomar el aire.
En la calle, había salido el sol y el frío había desaparecido. Me di una vuelta, pero el sol me deslumbró y me perdí. Estuve un rato hablando con unos andaluces que había por allí y que no habían podido encontrar un sitio para sentarse. La conversación contribuyó a desorientarme todavía más, así que tuve que volver hasta la puerta de entrada y volver a recorrer el mismo camino -pasando por la carpa Augustiner- hasta encontrar la mía. Para entonces, ya volvía a tener bastante sed, así que me dirigí a nuestra mesa. Cuando llegué, allí estaba el hijoputa de americano encarándose con Rainman (que no sabe mucho inglés, así que imagino que no le entendería ni papa). Esta vez, sus colegas se lo llevaron de la carpa, con lo que la cosa mejoró bastante cuando pudimos volver tranquilamente a nuestras cérvezas y nuestros cánticos.
A media tarde, el nivel etílico había aumentado bastante y empezaron los heridos: el Capitán Cavernícola (no sé cómo) rompió una jarra al brindar y un trozo de cristal le cortó la muñeca, por lo que tuvo que irse a que le curaran. Por suerte, la tienda de primeros auxilios estaba cerca. En un momento, nos separamos y salimos de la carpa. Ya estaba anocheciendo y parecía que la gente se iba. Nosotros vimos la torre de la carpa de Paulaner y, como polillas a una bombilla, nos sentimos irremisiblemente atraidos por ella. Allí había ya poca gente, así que no tuvimos problema para conseguir mesa. Parecía imposible que mi cuerpo pudiera tolerar más cerveza, pero al probar la Paulaner no pude menos que beberme la jarra entera y pedir otra. Deliciosa. La banda estaba tocando versiones de éxitos contemporáneos: lo mismo te tocaban AC/DC que Deep Purple que los Beatles.
Allí estuvimos hasta que nos pareció hora de irnos a casa (ya casi no quedaba gente por la feria), saciados de cerveza -aunque yo me habría tomado otra en algún bar de Munich-, cansados y doloridos (casi todos nos habíamos llevado algún golpe, y es que no es fácil bailar en un banco). El brillo de mis ojos no era sólo producto del alcohol: la felicidad también cuenta.
Volveré.
Al final, ya eran más de las 10 cuando entramos. Aquello es como una feria normal y corriente: norias, trenes del terror, montañas rusas, puestos de algodón de azúcar... Así que puedes ver niños correteando por allí, pares, abuelos... Lo bueno son las casetas de las cervezas, que es como entrar a otro mundo. Cada marca de cerveza tiene su carpa, separada del resto de la feria (no puedes beber fuera de los recintos). Algunas tienen mesas en el exterior, aunque nadie las usaba porque hacía un frío del carajo. Nos habían dicho que la carpa con mejor ambiente era la de Augustiner, así que allí nos encaminamos.
Hay que explicar, para quien no lo sepa, cómo funciona la historia: la carpa está llena de mesas en las que te sientas, con un espacio para la banda (de música tradicional bávara) y todo rodeado por barriles de cerveza; hay gente que está continuamente llenando jarras de esos barriles y los camareros las van cogiendo y sirviendo por las mesas. La clave es sentarse: si no estás en una mesa, el camarero no te sirve. No puedes ir a la barra, pedirte tu birra y pasearte por allí. Por eso, la gente llega a primera hora, se sienta y se levanta diez o doce horas después para volver (como puede) a su casa. Puedes levantarte para ir al baño (siempre que te asegures de que te guardan el sitio), ponerte de pie en el banco para brindar, cantar, bailar, caerte... Lo que no se puede es subirse a la mesa: te dirán amablemente que te bajes y, si insistes, te sacarán -no tan amablemente- por la puerta.
Así pues, lo que hicimos cuando mis ojos dejaron de parecer platos fue buscar un sitio para sentarnos. Como las mesas son grandes (para diez o doce personas), lo normal es que tengas que pedir permiso para sentarte en aquellas en las que haya un hueco. Nosotros éramos siete, pero nos conformábamos con tener sitio para dos o tres y que fueran pidiendo la cerveza para todos. Sin embargo, no hubo suerte: la gente guardaba huecos a sus amigos -o eso decían- y no nos dejaba. Tras dar una vuelta, tuvimos que abandonar la carpa de Augustiner sin probar la cerveza.
Entramos en otra que había por allí: Schottenhamel, que no es una marca de cerveza sino el nombre de la familia que la regenta. La cerveza que sirven es Spaten, es la carpa más antigua de la Oktoberfest y la ceremonia de apertura del primer barril tiene lugar allí. Allí tuvimos más suerte, pues dos americanas estaban solicas en una mesa y nos dejaron sentarnos a todos. Majas las chicas.
Pronto comenzó a correr la cerveza: el primer trago que le di a mi jarra de litro habría bastado para dejar vacío cualquier botellin de los que se sirven aquí. Qué gran sensación es quedarse saciado y que todavía quede mucha cerveza en la jarra. Qué gusto da brindar con el de al lado sin miedo a que se vaya a romper el vaso. Qué alegrías para la vista dan las chicas vestidas de tirolesas (y qué majas son: se prestan con una sonrisa para las fotos por mucha cara de degenerado que tengas).
Dejadme deciros que si existe el paraíso, tiene que ser parecido a eso. Buena cerveza en grandes cantidades, música fiestera, mujeres guapas... No me extraña que los vikingos creyeran en Odín, si les prometía cosas así. No hay valkirias, pero ya digo que las bávaras no les van a la zaga.
Junto a nuestra mesa, había un equipo de rugbi francés (más tarde los echaron por enfadar a una de nuestras americanas -le levantaron la falda-), unos escoceses y otros americanos, por lo que pronto estábamos todos cantando y brindando. Cantamos aquello de "alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual", lo que atrajo inmediatamente la atención de unas españolas que había por allí.
Y en esas estábamos, poniéndonos hasta arriba de cerveza (excepto OKT, Aquella que Sólo Bebe Cocacola), brindando, cantando y bailando, cuando uno de los americanos de la otra mesa me preguntó que si era un puto asesino (traducido literalmente). Como para entonces ya les habíamos dicho de qué parte de España éramos me imaginé por dónde iban los tiros, así que le dije que no, y que si él -ya que era americano- dormía con una pistola debajo de la almohada. La cosa no le hizo mucha gracia y se puso a hablar más rápido y a más volumen, por lo que no le entendí nada: creo que me estaba invitando a ir a su casa en mis próximas vacaciones y tirarme a su hermana, o algo así, porque sólo le entendí algún fuck de vez en cuando. En cualquier caso, sus amigos se lo llevaron a su mesa y uno me pidio disculpas porque su colega estaba pedo. Yo le dije que muy sereno tampoco estaba y que no pasaba nada, pero cinco minutos después el individuo volvió a la carga. Para no liarla, decidí salir un rato a tomar el aire.
En la calle, había salido el sol y el frío había desaparecido. Me di una vuelta, pero el sol me deslumbró y me perdí. Estuve un rato hablando con unos andaluces que había por allí y que no habían podido encontrar un sitio para sentarse. La conversación contribuyó a desorientarme todavía más, así que tuve que volver hasta la puerta de entrada y volver a recorrer el mismo camino -pasando por la carpa Augustiner- hasta encontrar la mía. Para entonces, ya volvía a tener bastante sed, así que me dirigí a nuestra mesa. Cuando llegué, allí estaba el hijoputa de americano encarándose con Rainman (que no sabe mucho inglés, así que imagino que no le entendería ni papa). Esta vez, sus colegas se lo llevaron de la carpa, con lo que la cosa mejoró bastante cuando pudimos volver tranquilamente a nuestras cérvezas y nuestros cánticos.
A media tarde, el nivel etílico había aumentado bastante y empezaron los heridos: el Capitán Cavernícola (no sé cómo) rompió una jarra al brindar y un trozo de cristal le cortó la muñeca, por lo que tuvo que irse a que le curaran. Por suerte, la tienda de primeros auxilios estaba cerca. En un momento, nos separamos y salimos de la carpa. Ya estaba anocheciendo y parecía que la gente se iba. Nosotros vimos la torre de la carpa de Paulaner y, como polillas a una bombilla, nos sentimos irremisiblemente atraidos por ella. Allí había ya poca gente, así que no tuvimos problema para conseguir mesa. Parecía imposible que mi cuerpo pudiera tolerar más cerveza, pero al probar la Paulaner no pude menos que beberme la jarra entera y pedir otra. Deliciosa. La banda estaba tocando versiones de éxitos contemporáneos: lo mismo te tocaban AC/DC que Deep Purple que los Beatles.
Allí estuvimos hasta que nos pareció hora de irnos a casa (ya casi no quedaba gente por la feria), saciados de cerveza -aunque yo me habría tomado otra en algún bar de Munich-, cansados y doloridos (casi todos nos habíamos llevado algún golpe, y es que no es fácil bailar en un banco). El brillo de mis ojos no era sólo producto del alcohol: la felicidad también cuenta.
Volveré.
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