El ojo vago

Dale fuego a un hombre y estará caliente un día, pero préndele fuego y estará caliente el resto de su vida. Terry Pratchett

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Lugar: Villava, Navarra, Spain

3.10.07

Murcia, qué hermosa eres

Si en enero alguien me hubiera dicho que iba a pasar mis vacaciones de este año en Murcia, me habría carcajeado en su cara. Lo que yo pensaba a hacer era irme a Munich, como ya conté aquí hace tiempo. Pero aún diría más: es una ciudad que no pensaba visitar en mi vida. Entre la distancia, mi poco gusto por el calor y la gala con la que atormentan año tras año al resto de España, no parecía un destino posible.
Sin embargo, una murciana estudió Humanidades conmigo y ahora le ha dado por casarse, por lo que dejé la Oktoberfest para el año que viene y me fui cuatro días para allí -se casó con un mejicano y va a vivir allí, así que podía ser una de las últimas ocasiones de juntarnos la antigua cuadrilla humanista-.
Salí la madrugada del jueves, con un frío invernal. Dos trenes, dos películas (Rocky Balboa y otra cuyo título no quiero ni recordar por lo mala que era) y dos documentales (uno sobre robots y nuevas tecnologías que, paradójicamente, sólo pude ver porque el sonido de mi asiento no iba bien y otro sobre la ruta de la seda que me ayudó a dormir) más tarde estábamos en Murcia con calor veraniego. Un taxi nos llevó a unos apartahoteles que recordaban a Melrose Place -con piscinita y bar- y que estaban más lejos de Murcia de lo previsto.
Ya instalados, esperamos a que fueran llegando el resto de humanistas recuperando fuerzas con unas jarricas de cerveza. En total, nueve pamplonicas. Unas veinte cañas más tarde nos dispusimos a cenar con una amiga murciana de la novia (nuestra guía esos días). Nos llevó a un lugar llamado las Viandas, donde probamos -entre otras cosas- unos palitos de berenjena con salsa de atún que estaban de muerte. Satisfecho nuestro apetito, pasamos a las copas. Había que ir calentando los hígados para dejar bien alto el pabellón en la boda. Un rato después se nos unieron los novios y otros mejicanos. Era jueves y no había mucha gente por los bares, pero aún así nos dieron las tantas. Intentamos llevarnos al novio y a su hermano a desayunar unos churros o algo (aunque ellos querían tacos), pero fue imposible: nuestra guía ya se había ido a casa y no pudimos encontrar ningún lugar abierto. Es lo que tiene no conocer la ciudad. Aprovechamos para cantarles alguna jota y la ranchera de Mazatlán (son de allí y les hizo ilusión que me la supiera, jeje). Ellos nos correspondieron cantando Molotov y así estuvimos hasta que alguien nos dijo que íbamos a despertar a los vecinos. Sin nada más que añadir, los acompañamos al hotel y nos fuimos a nuestras camas.
El viernes, un desayuno mediterráneo me arregló la sequedad de la boca y me dejó como nuevo. No sabíamos qué hacer, así que llamamos a la novia para que nos recomendara algo y nos invitó a su casa a comer. Nos fuimos para allí y parecía la ONU: daneses (su hermano está casado con una danesa), mejicanos y murcianos llenaban la casa cuando aparecimos nosotros nueve a okupar la piscina. Aunque nos recibieron bien, yo me sentía un estorbo si tenía que pasar adentro en bañador, con tanta gente, tanto niño y tanto lío que había con los preparativos. Aún así, estuvimos en remojo hasta media tarde. Se nos unieron dos pamplonicas más que acababan de llegar a Melrose Place y nos fuimos a cenar otra vez a las Viandas. Intentamos ir a otro por variar, pero estaba completo y no quisimos arriesgarnos. Esa noche volvimos prontico: tampoco era cuestión de tentar a la suerte. Hubo momentos en estos dos primeros días que me recordaban tanto a nuestras reuniones de antaño que a duras penas evité que me cayerá una lagrimilla. Qué tiempos aquellos.
El sábado, ya trajeados (os pondría alguna foto, pero mi cámara me traicionó y no tengo ni una), nos dirigimos al lugar de la ceremonia. Allí descubrimos que en Murcia los conceptos de espacio y tiempo son más relativos aún que en el resto del mundo: la boda empezó casi media hora tarde y el lugar del banquete resultó estar a una hora de viaje en el autobús del infierno. Era una bodega en Jumilla donde, además del mejor jamón que he comido nunca -llegamos al a conclusión que un jamóm bueno bueno es mejor que cualquier otra comida que un ser humano pueda meterse a la boca-, pudimos catar unos buenos caldos del lugar y otras delicias. Por cierto, que me tocó en la mesa con tres americanos y tras unas copas de vino descubrí que esto de escuchar música en inglés no sirve sólo para animar el espíritu. A un neoyorkino tuve que enseñarle a comer cigalas (aunque no me hizo caso, la miró a los ojos y casi echa hasta la primera papilla. Después, eso sí, le gustó el sabor. Incredible, dijo) y luego estuvimos hablando de Tarantino. Otro era de Boston y estuvimos charlando un poco de Cheers y un buen rato de los Dropkick Murphys, grupo que no sólo conocía sino que había visto varias veces en pequeños garitos -y lo peor, lo que hizo que mis instintos homicidas afloraran, es que estuvo allí el día de San Patricio que grabaron para su disco en directo. Maldito...-. Con la otra no crucé muchas palabras (era vegetariana y me escuchó decir que era carnívoro) pero, de todos modos y contra pronóstico, fui de los que más habló con ellos. Durante el baile, los murcianos y los mejicanos dejaron claro que les hacía mucha ilusión que tanto pamplonica hubiera bajado hasta allí. Ni que hubiéramos ido andando, pensaba yo. Más lejos están Mazatlán y Dinamarca, ¿no? Además, le regalamos un cuadro de Sanfermín y unos pañuelicos rojos que gustaron incluso al señor que se parecía a Franco. La danesa dijo que, después de verme el día anterior, con traje estaba menos natural. Entre extrañas conversaciones, cubatas, escupitajos (Groucho me escupió desde un alféizar, diciendo que siempre había querido hacer como en un concierto punki), rancheras, puros hechos a mano en Veracruz -slurp. Y no fumo-, duelos musicales entre el hermano del novio y un pamplonica -se turnaban con los discos-, caídas, fotos, pies femeninos descalzos, corbatas en cabezas, camisas sudadas y muy buen ambiente, llegó la hora de salida del último autobús a Murcia.
Otra hora de viaje por delante, con el agravante del alcohol que ya teníamos dentro, podía hacer estragos con nuestros cuerpos. Alguien le mangó el micrófono al conductor y casi todos llegamos con vida a la capital. La mayoría sin ganas de marcha, pero vivos al fin y al cabo. El hermano del novio, los tres americanos, una murciana con dolor de pies (la que andaba descalza) y un total de cuatro pamplonicas -está claro que el calentamiento del jueves nos vino bien- seguimos con la celebración. La murciana tenía que hacer de guía y nos llevó al que probablemente sea el bar más chungo de Murcia. Nada de lo que vi allí me gustó (excepto alguna fémina, claro): el camarero era sordo y gilipollas, los cubatas flojos, el baño estaba asqueroso (Vomitón había pasado por allí) y la música mortal. No tardamos mucho en huir -el tiempo justo de repostar tras una hora en seco- a otro lugar poblado de gente algo mayor para nosotros pero más agradable. Allí nos pusimos a tono con unos cuantos cubaticas más (en mi caso, había perdido la cuenta hacía ya muchas horas). A eso de las tres nos abandonó la murciana de los pies y tuvimos que buscarnos la vida. Lo mismo hicieron los americanos (yo creo que se quedaron hasta entonces porque no sabían voler a su hotel). El hermano del novio nos sorprendió cuando dijo que le gustaban Kortatu, Eskorbuto, Skalariak, Barricada... y nos miró mal cuando le dijimos que nosotros los teníamos muy vistos (eso me resarció un poco de la envidia que me dio el de Boston). Lo arreglamos recomendándole algún otro grupillo parecido. Cuando se fue nos abrazaba y nos invitaba a ir a Mazatlán. Muy majo el tío.
Domingo: el reposo del guerrero. Me levanté el primero y refresqué mi cerebro en la piscina. El resto fueron apareciendo con diversos grados (entre cero e infinito) de resaca. Nuestra guía de los días anteriores y su novio aparecieron con la intención de llevarnos a comer a un lugar allí cerca. Los Rescoldos de Carrascoy resultaron estar a 46 kiloómetros, pero comí allí la mejor paella de mi vida. A mí no hay que hacerme mucho caso, porque no he comido muchas paellas en mi vida, pero los demás dijeron lo mismo. Después nos llevó a una casa que tenía por allí a pasar la tarde a la sombra con unos cubatas. Estuvimos toda la tarde riéndonos recordando las anécdotas de la noche anterior, pero lo mejor fue poder coger del mismo árbol los limones de mi cubata. Es una tontería, lo sé, pero me hizo mucha ilusión. Y, tristemente, llegó la hora de la despedida: no hay palabras para agradecer a nuestros guías por los días que nos hicieron pasar (más que guías eran niñeros), absolutamente inolvidables. Y lo mismo para todos los demás parientes de los novios. Todo el mundo allí nos trataba como si nos conociera de toda la vida (en mi caso, era la primera vez que me veían). Incluso el resto de murcianos eran simpáticos y amables (no todos, claro, pero sí la mayoría). Y hay que decir que las murcianas son, en general, bastante guapas. El único mosqueo que tuvimos fue que los camareros del bar les ponían tapas de patatas a todos menos a nosotros, que teníamos que pedirlas y pagarlas. Los que se iban más tarde que yo se comprometieron a averiguar el porqué, pero aún no he tenido noticias. Pero eso no empañó los espectaculares cuatro días que pasamos en Murcia. Ya le dije a la novia que si queire casarse otra vez el año que viene, yo volveré.
Lunes: con una sonrisa en la boca y un sueño atroz (nuestro tren salía a las seis de la mañana. Los demás estaban completos) Groucho y yo emprendimos el viaje de vuelta. La ruta de la seda -episodio 2- me durmió la primera etapa del viaje y Mr. Bean me animó el final. En Madrid teníamos que esperar 4 horas al tren de Pamplona, por lo que nos dedicamos a pasear, a beber cerveza, a olisquear libros en la cuesta de Moyano (una vieja murmuró una bronca contra mí por tocar un libro. Quizá creía que iba a comprarlo por el título o por el dibujo de la portada, la muy arpía). En el último tren vimos La prueba. El documental lo dejaron para los que seguían hasta Hendaya, por lo que no pude dormir hasta que llegué a mi casa, exhausto pero contento.

Pues eso: muchas gracias desde aquí a todos los que nos aguantaron esos cuatro días y a los que nos acompañaron en nuestras borracheras (aunque probablemente no vayan a leerlo). El año que viene veré la gala en la tele con un cubata en la mano, y eso no lo hago por cualquiera.

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