El ojo vago

Dale fuego a un hombre y estará caliente un día, pero préndele fuego y estará caliente el resto de su vida. Terry Pratchett

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Lugar: Villava, Navarra, Spain

19.2.07

Amor

El pasado miércoles fue el día de San Valentín, por si alguien no lo sabía. Casi un centenar de autobuses se fletaron desde Navarra en una prueba de amor... a los colores de Osasuna. Pues sí: los rojillos se enfrentaban al Girondins de Burdeos en el partido de ida de diecieisavos de la UEFA. No es que esperáramos un partido especialmente atractivo ni que sea una eliminatoria ilusionante -aunque lo cierto es que sí es lo máximo que han avanzado en Europa-, pero Burdeos está bastante cerca y hay gente que haría lo que fuera por no celebrar San Valentín: incluso huir al extranjero; y esta vez tenían una excusa mejor que la de "es un invento del Corte Inglés".
A eso de las seis y media de la mañana (que se dice pronto) nos subimos a nuestro autobús cargados de provisiones para el viaje. Provisiones en estado líquido, principalmente. Aunque muchos también optaron por el estado gaseoso (y a la vuelta perdieron el autobús y se quedaron en Burdeos: nunca desayunéis chocolate). De paso, subió con nosotros un cámara de ETB que mostró -ese mediodía- nuestros caretos dormidos pero ilusionados a quien quiso verlos. No sé qué ambiente habría en los otros autobuses, pero en el mío estábamos todos demasiado dormidos como para cantar antes de almorzar.
Poco a poco la gente fue desayunando sus cervezas y sus kalimotxos y aquello se fue animando algo: el del chocolate iba (a veces sin caerse) cada cinco minutos a preguntar al conductor cuántos kilómetros quedaban, Brad Pitt se untaba aceite con Patroclo a las afueras de Troya y otro tío empezaba a pelearse con el sudoku del periódico. Después de almorzar (ya en tierras galas) la cosa se puso mejor: ya nadie dormía y comenzaban los cánticos, el del chocolate seguía con sus viajes hasta el conductor (y eso que se le olvidaron las cervezas abajo), Brad Pitt se hartaba de dar saltitos ya dentro de Troya y el otro comenzaba a cabrearse con el sudoku (je, tendría que haberle llevado el que compré en Italia). Tanta cerveza hizo inevitable que el conductor parara otra vez. Si hubiera sido por el del chocolate habríamos parado varias veces más, pero nadie le hacía mucho caso.
Todos los autobuses pertenecientes a la misma compañía decidieron ir juntos para no perderse. Supongo que ya lo habéis adivinado pero sí, nos perdimos: entramos a un pueblo que no era Burdeos, siendo la rechifla de los paseantes y conductores que adivinaron quiénes éramos. Imaginad siete autobuses lleno de energúmenos vestidos de rojo dando la vuelta en una calle estrecha y sin rotondas. Montamos un pequeño atasco pero conseguimos salir de aquella trampa y entrar a Burdeos. Allí dimos varias vueltas (y contemplamos a gente comprando ramos de flores: en Francia también celebran San Valentín) hasta que un par de guardias en moto nos escoltaron hasta el estadio. Ya estábamos y sólo nos había costado cinco horas. Llovía bastante y fuimos en tranvía hasta la plaza principal, donde está la catedral y que se convirtió en el cuartel general de los más de siete mil osasunistas allí reunidos. Acabé con la poca cerveza que quedaba (una botella de litro se nos olvidó en el autobús) y nos dimos una vuelta por la parte vieja de la ciudad. Como humanista que soy, me fijé en que las burdalesas son bastante guapas y en que sonríen cuando les gritas cosas (seguramente no entendían lo que les gritaban, claro). A pesar de ser franceses, la gente era bastante simpática.
Cuando volvimos de nuestra excursión aquello había cambiado mucho. Las calles estaban tomadas por los navarros y cualquiera habría pensado que estaba en plenos sanfermines: calle llena de gente, cánticos continuos, alcohol... También había unos cuantos policías que no dudaron en sacarse fotos con quienes se lo pedían (que diferencia: si le dices eso a un madero de los de aquí te tragas el escudo). Los pocos franceses que se aventuraban a pasear por allí flipaban en colores, lógicamente.
Ya falta menos


Entre una cosa y otra se hizo casi la hora de ir al estadio y nos fuimos (andando esta vez) todos juntos. Gracias a tres indocumentados, rodeé todo el estadio -1,233 vueltas le di- antes de entrar por la puerta correspondiente pero llegué justo antes del pitido inicial. Allí, el espectáculo era sobrecogedor: el color rojo predominaba sobre el que quiera que sea el color del Girondins (sus gradas no eran tan uniformes como la nuestra). Ellos estaban alguno más, pero no habían bebido tanto y apenas metieron ruido: nosotros no paramos de cantar en todo el partido -si alguien lo vio por la tele podrá confirmarlo- a pesar de que fue malo de solemnidad. Pues sí: entre los dos equipos crearon dos ocasiones en los noventa minutos, lo que no impidió la fiesta en las gradas rojillas. Al final, hasta el portero francés vino a aplaudirnos y luego dijo que parecía que jugaban fuera. Nos quedamos media hora allí, cantando y gritando (no sé por qué no nos dejaron salir en cuanto acabó, pero bueno).
La piel de gallina se me ponía al cantar el Riau-riau

Antes de subir al autobús me comí la que probablemente sea la peor hamburguesa del mundo. Por suerte, tenía allí esperándome el litro de cerveza que habíamos olvidado a la llegada, así que me lo bebí. Cuando llevábamos diez minutos de viaje (aún no habíamos salido de Burdeos) notamos que el del chocolate no iba a hablar con el conductor y dedujimos que se había quedado en tierra. si es que... Esta vez, la película estaba protagonizada por Brad Pitt -ese conductor debe de ser su fan número uno-, aunque esta vez hacía de agente secreto y no se untaba aceite. O eso creo, porque en cuanto acabé la cerveza me dormí como un bebé borracho.
Cuando desperté ya habíamos cruzado la frontera, el del sudoku ya había roto el periódico en trozos e íbamos a hacer la paradita de rigor. Como ya no tenía más sueño y mi cuello había adoptado forma de candelabro, me senté bien y el resto del camino me dediqué a escuchar los últimos discos de Communic y Cruachan. No sería hasta las dos de la mañana cuando, por fin, entre en mi casa para dormir.
Cansado pero contento y satisfecho. Aunque, eso sí, menos enamorado que el día anterior: es lo que tiene que acabe San Valentín.

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